La ciudad estaba en todo su apogeo. Había amanecido
con la buena noticia sobre el nuevo retoño del soberano. Las calles estaban
plagadas de banderines con el emblema real y el tiempo acompañaba
resplandeciendo para dar la bienvenida al miembro familiar.
Incluso los vendedores de los puestos se habían
vestido con sus mejores galas y gorjeaban sus precios y productos mientras
corrían la buenísima noticia. Los niños corrían cantando rimas e imaginando a
aquel nuevo niño en la ciudad. Hasta la guardia real estaba hinchada de orgullo
por proteger a aquella criatura.
Una niña de cabellos llameantes miraba aquel
espectáculo desde lo alto de los tejados. Oía la música que subía de las
callejuelas empedradas mientras jugueteaba ensimismada con el hilo de su manga
derecha. Era un gran día para todos sin duda. Se encontraba expectante a los
eventos que sucederían a continuación.
Todo estaba preparado para dar la buenísima bienvenida
a aquel bebé, amado por unos y no tanto por otros. La pequeña escuchó los
planes la noche anterior, a la luz de la chimenea. Los adultos estaban más
inquietos que de costumbre y por los barrios bajos se corría la voz de cosas
desagradable que se avecinaban. Fue entonces cuando su padre la hizo partícipe
del plan.
Las campanadas ascendieron por encima de la música de
la ciudad dando el pistoletazo de salida. La pequeña se levantó y con un salto
felino fue pasando de un tejado a otro. Se deslizaba como una sombra con su
melena roja como el sol llameando a sus espaldas.
Saltó una calle a través de dos tejados algo más
alejados de lo normal y continuó su camino hacia el edificio más alto de la
ciudad, donde empezaría el gran evento.
Se deslizó por una tubería y se internó entre el grupo
de personas que iba en su misma dirección. Nadie hacía caso de aquella niña
inocente que desaparecía entre los recodos y vestía con harapos.
Al fin llegó a la gran plaza que gobernaba aquella
ciudad y empezó a atisbar entre los cuerpos de los transeúntes buscando una buena
vista para observar. Escogió una farola y en cuanto la alcanzó, escaló hasta
posarse en uno de los brazos. Desde allí tenía una buena perspectiva de la
salida del palacio y parte del camino que tendría que hacer la familia para
presentar a su nuevo retoño.
Las puertas se abrieron y una comitiva de soldados descendió
las escaleras de mármol blanco. Empezaba el plan.
La pequeña siguió con la mirada a aquellos soldados vestidos de armadura roja reluciente
y sus lanzas que reflejaban la luz del sol. Era un espectáculo digno de verse,
pero lo que más le interesaba era los que venían detrás.
Un grupo de cinco personas emergió del edificio y la
gente se exaltó pegando gritos de alegría y silbidos. Seguro que los habían
sobornado el día anterior, pensó la chica mientras miraba con auténtico odio a
aquella familia que había traído la decadencia al país.
Hizo un gesto asqueado al ver sus mejores vestimentas
y saludaban a los habitantes. La mujer sostenía entre sus brazos una manta con
un bultito dentro y era escoltada por un hombre con dos niños a su espalda.
Unos pensamientos horrendos se apoderaron de la mente
de la niña mientras lo veía acercarse. Se merecían estar lapidados después
llevar a la ruina al país. Sus sonrisas para los espectadores era una podrida
mentira, pero la gente se dejaba engañar por sus ademanes elegantes. En cambio,
la niña enardeció más mientras el ruido iba en aumento conforme se acercaba
aquel grupo.
Solo tendría una oportunidad y una escapatoria
posible, pero no pensaba perderse parte de su espectáculo de la cual era
protagonista. Cuando quedaba poca distancia entre la familia y ella, descendió
como un mono la farola y avanzó entre la gente que se interponía en su camino.
Estaba a cuatro metros escasos de distancia entre los
soldados y la familia, cuando sacó de su bolsillo un pequeño bote con una
anilla. Se la quitó y levantó el brazo para hacer un buen lanzamiento. Aquella
cosa se estrelló justo delante de la familia y el humo emergió como una sombra
terrorífica. La alegría se convirtió en pánico y las canciones se transformaron
en gritos angustiados.
Aquella era la señal del inicio del caos. La pequeña
salió disparada camuflándose entre el gentío asustado y buscó un lugar donde
ver el resto del espectáculo. Se internó entre las callejuelas y volvió a salir
a la plaza donde la gente todavía salía despavorida. Más humo se había adueñado
de la plaza central y las llamaradas empezaban a comerse la base del palacio.
La gente corría de un lado para otro, mientras la
chica pasaba por su lado con toda la tranquilidad del mundo. La plaza era un
caos total y allá donde mirara veía llamas y humo por partes iguales. Una
sonrisa sorprendida ante lo que se derramaba a su vista se apoderó de ella.
Su padre era un genio y con aquello se había coronado
en el pedestal de su hija. Lo buscó entre la multitud que corría gritando como
animales y mientras hacía aquello, sintió un cosquilleo en la nuca.
Se volvió lentamente y miró a aquel que la miraba
fijamente. Se trataba del hijo mayor de los soberanos. Sus ropas antes
inmaculadas, estaban llenas de podredumbre y su pelo peinado a la perfección,
lo tenía desordenado. La miraba con una mezcla de sorpresa y algo más que la
pequeña no supo identificar.
-¡Eloy! – emergió una voz angustiada entre el humo y
las sombras. Pero el chico no se movió ni un milímetro mientras miraba con
fijeza a la niña. Grabó su imagen a fuego en su mente, allí de pie, con porte
orgulloso y su melena llameante moviéndose mientras el horror y el caos la
rodeaban. Una criatura del averno que había irrumpido en su vida para adueñarse
de ella.
Un soldado rojo como la sangre, salió de aquella
oscuridad y agarró al muchacho del brazo. Entonces vio cómo la mirada de
orgullo de la niña se convertía una oscura promesa y salía disparada hacia el
tumulto.
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